La tarde era fresca y el azul del cielo se escondía tras el espeso gris de las nubes, eso me llevo a refugiarme en mi recámara y cuándo más inmersa estaba en la lectura en turno, unos pequeños golpecitos en el cristal me sacaron del ensueño.
Me levanté y caminé hacia la ventana, los golpecitos eran provocados por gotas de lluvia; una, dos, tres, diez... al paso de unos segundos fue imposible mantener el conteo, entonces las gotas dejaron de ser gotas y se convirtieron en cascos, ¡sí! los mismos cascos que hace tiempo cubrían la cabeza o mejor dicho casi todo el cuerpo de minúsculos soldaditos que bajaban directo de las nubes con sus mágicos paracaídas para convertir el patio de la casa en un gran campo de batalla. Pobres soldaditos, su vida era muy corta, apenas tocaban el piso y su cuerpecito era alcanzado por una bomba que los desintegraba en una fracción de segundo, pero el ejército era enorme y sobra decir que también era muy valiente, pues aún no terminaba de desaparecer uno cuándo otro ya estaba bajando para enfrentar al enemigo, y así llegaban a la tierra, uno tras otro, todos siempre con la ilusión de convertirse en grandes héroes.
Ya no recuerdo cuántos años han pasado desde la última vez que nos asomamos juntos por esa ventana, pero aquella tarde, los soldaditos regresaron a golpearla para decirme que cada vez que quiera sentirte a mi lado, bastará con mirar a través del cristal y hurgar un poco en mi mente para revivir las fantásticas historias que cuándo era niña me solías contar.
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